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El amor, la música y el adiós: una noche que Monterrey no olvidará

  • Foto del escritor: Gris Cruz
    Gris Cruz
  • hace 5 días
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: hace 4 días

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Imagen por: Arqueles García

Monterrey, Nuevo León. No.todos los domingos son iguales. A veces, el arte tiene la osadía de romper la rutina y recordarnos por qué seguimos creyendo en la belleza. La noche del 19 de octubre, el centro de Monterrey se volvió un río humano que fluía hacia el Teatro de la Ciudad. Filas interminables, murmullos emocionados, miradas ansiosas buscando un boleto para entrar. La Traviata estaba por comenzar y la ciudad entera parecía vibrar al compás de esa expectativa.


Solo unos cuantos logramos entrar. Y desde el primer momento, sentí el privilegio de ser testigo de algo que no solo era un espectáculo, sino una experiencia que removía emociones profundas. La Traviata o La Extraviada, como se traduce el título al castellano, no solo habla de Violetta y Alfredo: habla de todos nosotros, de lo que perdemos y de lo que aún deseamos salvar.


La orquesta, bajo la dirección del increíble Felipe Tristán, fue una fuerza viva. Su batuta parecía latir, y con ella, los músicos regiomontanos respondían con una precisión y una pasión que estremecía. Cuando sonó el primer compás, el corazón se apretó: algo grande estaba por suceder.


El telón se abrió y apareció una fiesta elegante, un brillo de los años veinte enmarcado en una escenografía Art Decó de ensueño. Entre copas y risas, Violetta y Alfredo se enamoraban frente a nosotros al cantar “Libiamo ne’ lieti calici”. La voz de Avery Boettcher fue un relámpago hermoso, tan potente y delicado que por momentos me hizo pensar en Maria Callas.


La historia avanzaba y con ella, la emoción crecía. El director Ragnar Conde logró algo que pocas veces se ve: personajes humanos, cercanos, reales. Violetta no era una heroína lejana, sino una mujer que podría ser cualquiera de nosotros enfrentando el amor, la enfermedad, la pérdida.


Y entonces llegó el “Addio”. Esa palabra, tan breve y tan definitiva, resonó como un puñal. Las lágrimas corrieron sin permiso, porque hay dolores que no necesitan traducción. La música de Verdi se volvió un espejo del alma: el adiós, el arrepentimiento, la ternura, la aceptación.

Imágenes por: Arqueles García  

Tres actos, dos interludios, tres horas que parecieron un suspiro. Cada nota fue un recordatorio de que el arte no se mide en aplausos, sino en la forma en que nos transforma. Cuando el telón cayó, el público se puso de pie, conmovido, agradecido, tocado por algo que no se explica: solo se siente.


El Festival Internacional Santa Lucía lo hizo otra vez. Dieciocho años de trabajo constante, de amor al arte, de creer que la cultura no es un lujo, sino una necesidad. Monterrey vivió una noche de ópera que quedará guardada en su memoria, como esas historias que, aun cuando terminan, siguen resonando dentro de uno.


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